Zemlinsky y su obra.

Extraido y editado de los archivos de Diverdi.

La recuperación de la figura y la obra de Alexander von Zemlinsky (1871-1942), iniciada tímidamente hace tres décadas con las primeras versiones discográficas de su Sinfonía Lírica -hasta entonces única de sus obras esporádicamente recordada, más que realmente conocida, por el homenaje tributado por Alban Berg en su Suite Lírica-, alcanza en la actualidad un nivel parangonable al de otras grandes figuras de la música centroeuropea de la primera mitad del siglo XX. Los trabajos pioneros de Horst Weber publicados en los setenta han encontrado una reciente réplica en la primera biografía en inglés (Zemlinsky, Ithaca: Cornell University Press, 1999), debida a Antony Beaumont (sobre quien más abajo volveremos). Las compañías discográficas, por su parte, se han lanzado en tromba sobre un catálogo, si no excesivamente extenso, sí de altísima calidad musical y muy plural en cuanto a géneros, y sobrepasa ya con creces el centenar de grabaciones dedicadas al lied con piano o con orquesta, a la música de cámara, sinfónica y coral, o a las creaciones escénicas de todo tipo: música incidental, ballet y un extraordinario corpus operístico de ocho títulos, de varios de los cuales existen ya múltiples versiones. Y teatros, festivales y orquestas de todo el mundo están incorporando a su repertorio lo más notable de dicho catálogo. Tras un largo purgatorio, el tiempo de Zemlinsky, como él mismo augurara, ha llegado al fin.

En un artículo publicado en estas páginas en marzo de 1997 (boletín nº 47), y que el lector interesado podrá encontrar como apéndice a las presentes líneas, nos extendíamos, con motivo de la publicación de su primera ópera, Sarema, en la trayectoria creativa y el legado operístico de Zemlinsky. Este singular personaje, acabado paradigma del humus multirracial y multiconfesional del imperio habsbúrgico -su padre, de ascendencia católica, se convirtió al judaísmo para casarse con su madre, hija a su vez de un sefardí y una musulmana de Sarajevo-, fue educado en la tradición sefardita pero se convirtió al protestantismo a los 28 años para poder proseguir su carrera artística sin trabas; extraordinario pianista y celebrado director, hombre de mundo y escritor de aguda pluma muy bien relacionado en la Viena del “apocalipsis feliz”, dandi seductor pese a su fealdad, es conocida su pasión por su joven alumna Alma Schindler, que repudiaba su apariencia física pero se sentía atraída por él, aunque finalmente le abandonara por Mahler. Su notable carrera en el podio se desarrolló entre Viena (como director de la recién inaugurada Volksoper de 1906 a 1911), Praga (Neues Deutsches Theater, 1911-1927) y Berlín (Kroll Oper, 1927-1930), para regresar a su ciudad natal a la subida al poder de Hitler y terminar emigrando tras el Anchsluss a E.E.U.U., donde falleció olvidado de todos. Su segunda esposa, Louise, 29 años más joven que él, fue la principal abanderada de su memoria hasta su propia muerte en 1992.

Mientras las restantes seis óperas de Zemlinsky habían sido ya objeto de representaciones y grabaciones antes de 1996, fue en este año cuando el conocimiento de su corpus lírico se redondeó, primero con la reexhumación en marzo, en el Teatro de Tréveris, de Sarema, su primera aportación al género, estrenada en Munich en 1897; y, un hito más importante aún, con el estreno mundial el 6 de octubre, en la Staatsoper de Hamburgo, de su última ópera, Der König Kandaules, compuesta entre 1935 y 1936, pero de la que a su muerte únicamente habían quedado orquestados 846 compases del primer acto, ante la imposibilidad, puesta de manifiesto por Artur Bodanzky, exalumno del compositor y a la sazón director de repertorio alemán del Metropolitan neoyorquino, de estrenarla allí, dado lo atrevido de su trama y situaciones. Antony (sic, sin h) Beaumont, biógrafo, musicólogo y director de orquesta, fue el encargado de dar fin al trabajo de puesta a punto de un manuscrito abundante, sí, en indicaciones de instrumentación y tempi y enacotaciones escénicas, pero en estado poco menos que caótico, y del que faltaban por orquestar otros 2.000 compases.

Si la historia del rey Candaules de Lidia, asesinado por su sirviente Giges, personajes históricos ubicados en el siglo VII a. J.C., se remonta a Herodoto y fue reelaborada por Platón (que en La República desarrolla el mito del anillo que, al hacer invisible a su poseedor, desencadena su sed de poder y le lleva a abandonar cualquier regla moral); si a lo largo de siglos esta historia ha inspirado a Plutarco, Cicerón, Bocaccio, al mismísimo Hans Sachs, Fénelon o Gautier, entre otros -incluidos el teatro y la zarzuela del barroco tardío español, por obra de Cañizares y José de Nebra-, la peripecia de la ópera de Zemlinsky recibe su inspiración inmediata del drama de André Gide Le Roi Candaule, estrenado en 1901, quien enriquece el mito desde su perspectiva contemporánea, convirtiéndolo en una extraña historia de absurda y equívoca generosidad, de desprendimiento suicida, de celos, posesión, voyeurismo y venganza.

Desde el primer momento en que la obra fue dada a conocer, en grabación consecutiva a las funciones inaugurales, la crítica y la afición saludaron a Der König Kandaules como una obra maestra de la creación lírica del pasado siglo. Si las óperas hasta aquí más celebradas de su autor, Una tragedia florentina El enano (también conocida como El cumpleaños de la infanta), refrendaban la opinión de Schönberg al calificar a Zemlinsky como “el compositor poswagneriano capaz de satisfacer con mayor sustancia musical las exigencias del teatro”, no es menos cierto que su carácter de obras breves, de una única situación dramática, facilitaba esa concentración en la expresión que asegura su impacto en la escena y en la audición discográfica. Pero El rey Candaules, con su extensión a una entera velada, por la complejidad de sus personajes y las sucesivas metamorfosis atravesadas por las relaciones entre ellos, por la alternancia de situaciones de extrema tensión dramática y momentos de elevada intensidad erótica, necesita de recursos mucho más ricos y variados si se quiere evitar caer en la monotonía. Estas exigencias son brillantemente satisfechas por la partitura, auténtico opus summum de su autor que, de regreso de sus excursiones por los senderos del neoclasicismo de los años inmediatamente anteriores (del que son muestra su Sinfonietta, el Cuarteto nº 4 o su anterior ópera, Der Kreidekreis), recapitula toda su trayectoria creativa con un lenguaje absolutamente libre, que no rinde tributo a ningún credo estético ni pasajera moda, con una armonía que sin abandonar la tonalidad integra naturalmente la disonancia a efectos expresivos, con una orquesta más rica que nunca tanto desde el punto de vista instrumental y tímbrico como por los efectos sonoros obtenidos en su manejo, que subraya perfectamente cada momento de la acción y se abre a pasajes de extraordinaria fuerza descriptiva, con una escritura vocal de gran variedad de medios y acentos -de la simple palabra hablada hasta inspiradas efusiones melódicas, pasando por el sprechgesang, la interjección y el grito desgarrador.

No es de extrañar, por tanto, que a partir de su estreno hamburgués la obra se haya incorporado rápidamente al repertorio (su estreno español en versión de concierto, dirigido por Víctor Pablo Pérez, tendrá lugar en el Festival de Canarias el próximo febrero). Y su definitivo lanzamiento al primer plano de la escena lírica internacional se produjo con su triunfal presentación en el Festival de Salzburgo de 2002, primera edición dirigida por Peter Ruzicka (quien ya fuera responsable del estreno absoluto durante su mandato en Hamburgo), en una intensísima versión dirigida por Kent Nagano al frente de la Deutsches Symphonie Orchester de Berlín, denominación actual de la celebrada centuria de la Radio berlinesa (antes RIAS), con una controvertida producción de Christine Mielitz y un extraordinario reparto en el que si todos los personajessolistas (hasta doce) están espléndidamente servidos, destacan los tres protagonistas, el tenor norteamericano Robert Brubaker como Candaules, el veterano barítono Wolfgang Schöne como Gyges y la joven soprano sueca Nina Stemme en el complejo papel de la reina Nyssia. La edición de ANDANTE, fruto de la colaboración con IMG Artists (editora del sello BBC Legends), presentada con el lujo habitual con que el sello francés cuida todos sus lanzamientos, recupera el clima de absoluta entrega del público salzburgués en la función inaugural del 28 de julio del 2002 retransmitida por la ORF austriaca. Un gran descubrimiento y una velada irrepetible en una edición modélica.

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El ruso y la rosa: en busca del Zemlinsky olvidado

“… und jeder seines Weges ziehn” (“Y cada uno sigue su camino”): las palabras de Tagore en la Sinfonía Lírica de Zemlinsky evocan el singular destino de un grupo de jóvenes músicos de la Viena finisecular, crecidos a la sombra de Brahms -el Brahms “progresivo” (dirá Schönberg) que pronto supieron hacer compatible con Wagner- y miembros del círculo de Gustav Mahler, al que reverenciaban en su doble condición de creador y mítico patrón de la vida musical vienesa en la década 1897-1907. Porque, en efecto, a partir de esta última fecha, cada uno siguió su propio camino: si Schönberg, el autodidacta, transitó con rapidez por vías que llevaban a incógnitas tierras sonoras, seguido por un núcleo fiel de discípulos, el protagonista de estas líneas, Alexander von Zemlinsky (1871-1942), formado en la más exigente tradición académica y prometido desde su juventud a grandes éxitos profesionales, fue durante un trecho su compañero de viaje, para retroceder ante el salto al vacío atonal y replegarse a horizontes más seguros, aunque no poco sugestivos; dan fe de ello sus cuartetos para cuerda de madurez, sus grandes ciclos vocales con orquesta -las Seis canciones sobre textos de Maeterlinck, la Sinfonía Lírica cuyo recuerdo encabeza estas líneas- y un legado operístico de primera magnitud.

Esta bifurcación de trayectorias no empañó la admiración y el afecto entre ambos artistas, unidos por indefectibles lazos de origen (judíos ambos), familia (Matilde Zemlinsky, hermana menor de Alexander, muerta en 1923, fue la primer esposa de Schönberg) y profesión (Zemlinsky guió los primeros pasos del joven empleado de banca, como luego sería igualmente profesor de Alma Mahler y Korngold). Si Zemlinsky reconocía en 1913 su perplejidad respetuosa ante las obras recientes de su colega, pero esperaba -“tranquilo”, dirá, “porque tengo confianza en mí”- poder amarlas mañana, Schönberg, ya en el ocaso americano de su vida, rememorará en 1949 a su único profesor, “al que debo más que a cualquier otro el conocimiento de la técnica y los problemas de la composición: Alexander von Zemlinsky. Siempre he pensado, y aún lo considero así, que fue un gran compositor; quizá su momento llegue antes de lo que creemos. Una cosa es cierta: en mi opinión, no conozco ningún otro compositor después de Wagner que estuviese en grado de satisfacer con mayor sustancia musical las exigencias del teatro. Sus ideas, formas, sonoridades y todos los rasgos de su música se derivaban directamente de la acción, de la escena y de las voces de los cantantes con una naturalidad y una finura de calidad superlativas”.

Perdóneseme la larga cita, pero entiendo que estas palabras, por venir de quien vienen, y dichas en un tiempo que había visto subir a las escenas líricas centroeuropeas las obras de Janácek, Strauss o Berg, nos debieran poner sobre la pista de que hay algo digno de atención en las óperas de Zemlinsky. Así lo han entendido los teatros alemanes, primero, y los del resto del mundoy las casas discográficas, después, desde hace dos décadas, al ir reproponiendo, una tras otra, hasta seis de las ocho óperas del compositor vienés. Faltaban dos: la primera –Sarema, estrenada en Múnich en 1897- y la última, El rey Candaules, basada en André Gide, cuya orquestación quedó sin completar a la muerte de su autor; mas felizmente el año 1996 nos ha permitido completar la visión del corpus operístico zemlinskiano: por un lado, el Teatro de Tréveris ofrecía en marzo, por primera vez en este siglo, la obra que marca el exordio escénico del joven y prometedor músico tan apreciado por Brahms; y en octubre la Ópera de Hamburgo, siempre a la vanguardia de la creación lírica, brindaba el estreno absoluto de la ópera que cierra su trayectoria compositiva. Confiemos en que esta última llegue pronto al disco, y de momento disfrutemos con aquélla, que Koch nos ofrece en grabación obtenida en la propia sede del estreno entre los días 2 y 4 de julio pasado, una vez rodada por el equipo que la había creado.

Confieso que experimentaba, antes de conocerla, cierta reticencia ante el posible interés de Sarema, dado que considero algo pálidas, sólo medianamente conseguidas, las dos siguientes óperas de Zemlinsky, Es war einmal (“Érase una vez”, 1900) y Der Traumgörge (“Görge el soñador”, 1904-06), especie de cuentos en la estela de un Humperdinck menor, y que hasta la cuarta, Kleider machen Leute (“El hábito hace al monje”, 1910) -deliciosa e inspirada comedia que destila la familiaridad con repertorios más ligeros adquirida por su autor en el foso de la Volksoper-, no comienza el gran despegue del Zemlinsky dueño de todos sus recursos creativos y capaz de hallar la atmósfera musical más adecuada para cada tipo de historia -el eclecticismo es aquí riqueza de soluciones y no carencia de personalidad-; y así, a la alegre farsa seguirán, tras el estallido de la Gran Guerra, el sombrío decadentismo, a lo D’Annunzio o Wilde, de Una tragedia florentina (1917); el drama expresionista, tremendo, pero rico en contrastes de estilos y climas (Ravel dándose la mano con Mahler y Berg), de El cumpleaños de la infanta El enano (1922) -las tres llevadas al disco por Koch en grabaciones que hicieron época-; y la parábola orientalizante, tan Berlín años Weimar, de El círculo de tiza (1933), próxima a Kurt Weill, de estilizado y cantable lenguaje pentatónico, mezcla de palabra hablada, recitada y cantada.

Pues bien, volviendo a Sarema, y tras atenta y repetida escucha, se impone la certeza de que nos hallamos ante la obra, todo lo primeriza que se quiera, de un creador lírico de raza, plenamente motivado e inspirado por un tema dramático -extraído de SaremaDie Rose vom Kaukasus (1870), de Gottschall, historia de amor y muerte en el marco de la entonces apenas extinguida guerra de resistencia de las tribus circasianas del Cáucaso contra los ejércitos zaristas (1834-64)-, y que encuentra los acentos adecuados para describir el desgarramiento de Sarema entre la fidelidad a su pueblo y el amor-pasión por el jefe de las tropas rusas, ecuación imposible que sólo halla solución en la autoinmolación de la protagonista. En un lenguaje de inspirado melodismo plenamente romántico, tributario de Brahms y Dvorák, pero en el que ya se insinúan ecos del Wagner anterior a Tristán (incluidas las primeras jornadas de la Tetralogía) -¡y tampoco el Verdi de Aida anda muy lejos!-, si el primer acto, de carácter lírico-dramático, está centrado en la peripecia psicológica de Sarema -la “rosa del Cáucaso” solicitada por sus dos enamorados y mortales enemigos-, el excelente segundo, de amplio aliento épico, y el breve y trágico acto conclusivo, ofrecen abundantes ocasiones para bellas y emotivas escenas corales e intervenciones hímnicas u hondamente dramáticas de la protagonista, su padre y el Profeta, jefe religioso-militarde las tribus circasianas, inspirado en el personaje histórico del imán Chamil. La orquestación, de mano maestra, aprovecha todos los recursos de la paleta instrumental, puestos de relieve por la excelente orquesta de Tréveris. Junto a ella, la brillante labor del coro, ampliamente reforzado para la ocasión, y un elenco vocal en el que la americana Karin Clarke cubre a la perfección todas las exigencias del rol, encabezando un reparto básicamente alemán, pero con incrustaciones húngaras y ucranianas, consiguen, a las órdenes de István Dénes, una vibrante y seductora lectura de esta joya ignorada de la literatura operística de fines del XIX. Un gran descubrimiento, y pleno acierto de Koch al ofrecérnoslo en tan breve plazo.

Santiago Salaverri