Teatro Colón. Sus Historias (14)

“PALCO, CAZUELA Y PARAÍSO” (Las historias más insólitas del Teatro Colón. Por Margarita Pollini
Entrega Nº 5

2: TRES POLICIALES

La Plaza Lavalle, frente a la cual está el Teatro Colón, se extiende sobre la superficie que en la primera mitad del siglo XIX era conocida bajo el nombre de “Hueco de Zamudio” (Zamudio era el apellido de su propietario), refugio de malvivientes blancos y negros. Otras versiones agregan que el primer matadero que conoció Buenos Aires se alzaba entre las calles que hoy llevan el nombre de Libertad, Talcahuano, Lavalle y Córdoba. Frente al actual Colón, apenas cruzando el “Hueco”, estaban la Fábrica de Armas y el Parque de Artillería de la ciudad. Finalmente en 1887, es decir, apenas antes de que comenzara a erigirse el Teatro, se instaló —sobre la esquina de la que lo separa la calle Tucumán— el Segundo Batallón del Regimiento Primero de Infantería. Y en agosto de ese mismo año, el flamante Monumento a Juan Lavalle albergaría el sable y el puñal del caudillo, la bala que lo mató y hasta la puerta atravesada por el proyectil.
Con semejantes vecinos, uno de los mayores escenarios líricos de América no podía mantenerse ajeno a las cuestiones en que se involucran cuchillos, revólveres y agentes del orden. El siguiente capítulo consigna tres hechos policiales relacionados con el Teatro Colón, y no demasiado conocidos.

1º DE JUNIO DE 1904:
VITTORIO MEANO ES ASESINADO

Víctor Meano (q.e.p.d.). Falleció el 1º de junio de 1904. Luisa Franchini de Meano, esposa, Carolina Benetti de Meano, madre (ausente), sus hermanos Comendador César Meano y Serafín Meano (ausente) y demás deudos, invitan a sus relaciones a acompañar los restos del extinto al Cementerio del Norte, hoy jueves 2 a las 3 p.m. Única invitación. Se despide por tarjeta. Casa mortuoria: Rodríguez Peña 30.
Diario El País. 2 de junio de 1904. Sección Necrológicas.

Desde Francesco Tamburini (el ingeniero encargado del proyecto original) hasta Enrique Fazio, el director ejecutivo fallecido en enero del 2001, parece haber un destino de tempranas muertes entre los arquitectos vinculados al Colón. En esta tradición de “malditos” de la que hablan algunos se engarza el asesinato de Vittorio Meano, el verdadero constructor del edificio que Jules Dormal no hizo más que completar. Los curiosos vericuetos del proceso al asesino le hacen un lugar en este anecdotario. Pero será a través de una “crónica conjetural”: dado que el expediente fue incinerado tiempo atrás, se ha debido reconstruir el crimen del gran arquitecto sobre la base de los diarios de 1904. Las policiales de El País proporcionan gran cantidad de datos, pero omiten muchos otros. Una ínfima cuota de ficción se introdujo en este libro testimonial. Los hechos, nombres y fechas han querido ser estrictamente los consignados en las crónicas periodísticas, y se han agregado descripciones, diálogos y demás elementos anecdóticos. La narración los hacía necesarios.

I

Parecía que el destino le tenía asignada aquella manzana vecina de su casa. Tras la muerte de su maestro Francesco Tamburini, Vittorio Meano debió asumir bajo su responsabilidad y con sólo treinta y dos años el proyecto del nuevo Teatro Colón. Pero antes de ellos, Ángel Ferrari, quien ganó la concesión en 1888, había tenido que optar entre la manzana de Libertad y Tucumán lindante con el antiguo “Hueco de Zamudio” y otra a la que limitaban las calles Victoria, Entre Ríos, Rivadavia y Combate de los Pozos. Se había decidido que el Colón se levantara en la primera, y ahora las vicisitudes habían traído a Meano al barrio de Monserrat para erigir simultáneamente el moderno Congreso de la Nación en el terreno extendido entre esas cuatro calles, el mismo que Ferrari había descartado.
Al arquitecto le gustaba seguir la obra de cerca y día a día. Su colega Alejandro Bustillo instalaría después una vivienda provisoria pegada al “viejo Colón” cuando emprendiera la tarea de transformarlo en banco. Meano tenía más suerte: le bastaba doblar la esquina de Rodríguez Peña y caminar unas cuadras por la Avenida de Mayo (no mutilada todavía) para contemplar la marcha de su monumental construcción.
Esa mañana había llegado muy temprano a encontrarse con ella. Era verdad que le dedicaba más tiempo que a Luisa, su mujer, y que la relación con aquella mole de ladrillos grises llevaba casi una década. Después de todo, era comprensible que (si era verdad lo que su amigo le había revelado) la señora de Meano recibiera visitas clandestinas. Pero ya habría oportunidad de aclarar esos tantos: el arquitecto tenía bastantes preocupaciones con el Congreso y el literalmente interminable Teatro Colón.
Y la oportunidad apareció aquel miércoles. Su amigo corrió con la noticia: minutos antes había visto a Catalina, la criada, abrir la puerta de Rodríguez Peña 30 al hombre aquél. Y Meano pensó que era entonces o nunca.
Caminó sin pausa hasta su casa. Hizo girar la llave. Subió la escalera y buscó a su esposa. La encontró en la puerta de una de las habitaciones altas, con los ojos encendidos y las manos crispadas. Catalina escuchó que hablaban; ella no entendía italiano, pero por el tono de las voces dedujo que su patrona no podría sostener la mentira. Recordando las palabras que la señora de Meano le había dicho una vez, se estremeció.
Al abrir la puerta, el primer impacto que sufrió Meano fue el de reconocer a Carlo Passera, el mucamo al que había despedido dos meses atrás. Vittorio no entendía muy bien por qué Luisa defendía siempre a ese joven ineficiente, y constantemente le pedía que lo dejara volver a su puesto.
La segunda sorpresa la recibió Meano al comprobar que Carlo tenía puesta ropa suya. Pero no tuvo demasiado tiempo de cavilar al respecto. Enseguida fijó sus ojos en el revólver que aquél extraía de su bolsillo trasero.
Al pie de la escalera, Luisa y Catalina escucharon dos disparos.

II

Domingo Nogueira llegó a la casa del matrimonio Meano tan rápido como pudo. Tuvo que interrumpir su ronda diaria, pero la alarma en los rostros de las mujeres que lo llamaban parecía deberse a algo importante. La esquina de Rivadavia y Rodríguez Peña quedó sola.
A metros de la puerta Carlo Passera permanecía de pie y con el arma en la mano. Nogueira, sin dubitar, sacó su pistola reglamentaria dispuesto a disparar si era necesario. Sorpresivamente, el joven se entregó. Pero antes de llevárselo detenido, Nogueira descubrió en el suelo a un hombre que agonizaba, y que murmuraba frases en italiano a su mujer y a Passera. Carlo advirtió la confusión del policía, y vio la oportunidad de escapar:
—¡Lárgueme, no sea estúpido! ¿No ve que soy de la casa? ¡Busque al asesino!
Domingo lo suelta, convencido de que es más útil intentar salvar al herido. Carlo sube las escaleras, y la persecución comienza. Habiéndolo perdido de vista, el agente abre una puerta tras otra, pero sólo encuentra a gente que no responde a sus preguntas. Tal vez en aquella casa nadie hable castellano.
Asomándose a la calle, Domingo Nogueira sólo ve una silueta oscura correr veredas abajo. Pero no se alarma: recuerda muy bien el traje color crema de Carlo. Y, dondequiera que esté, el criminal no lleva armas: entre las manos de Domingo está la Smith & Wesson calibre 9. Cuando regresa al interior de la casa, ya Vittorio Meano, italiano de nacimiento, 44 años de edad, el más grande constructor de Buenos Aires, ha dejado de pronunciar sus frases ininteligibles.

III

Vittorio, el muchacho piamontés, había llegado a la capital de la Argentina en 1884, es decir, veinte años atrás. Su hermano Cesare lo había empleado durante cuatro años en su estudio de ingeniería. Pero Vittorio sube al barco y en Buenos Aires comienza a colaborar con Francesco Tamburini.
Muerto Tamburini en 1890, su discípulo toma las riendas del Teatro Colón, en el que se estaba trabajando. La nueva obra constituirá una prueba de fuego para el ahora experto pero aún joven Vittorio: no sólo por la envergadura de los planos testamento de su maestro ni por el estilo dominante, mezcla del renacentista italiano con el alemán y el francés, sino por las increíbles dificultades que se atravesarían en su camino. La construcción será, a lo largo de aquellos doce años, sucesivamente interrumpida, e incluso se amenazará con demoler lo levantado hasta el momento: en 1900 se presenta un proyecto nuevo que lleva la firma del ingeniero Juan Buschiazzo. Éste señala defectos en el original (la calle Tucumán quedará “entristecida y oscurecida” por el ala sur del Colón, se consigna en un párrafo), de modo que Meano debe elaborar un nuevo proyecto. Que afortunadamente triunfa frente al de su detractor en el concurso de la Oficina Municipal de Obras Públicas.

IV

Por supuesto que Carlo Passera ignoraba todo aquello. Él solamente sabía que Vittorio Meano era un hombre importante, más dedicado a sus planos que a Luisa. Y también sabía (lo había visto durante los dos meses que estuvo al servicio de la familia) que todos los días el arquitecto salía bien temprano por la mañana: ¿qué mejor momento del día para ver a doña Luisa, si ambos tenían la certeza de que el marido no volvería en varias horas?
Pero la situación era riesgosa. Más consciente de eso que nadie era Catalina Peirano, la criada. Con sensatez intentaba evitar la vergüenza de un descubrimiento in fraganti de los amantes, y quizás una tragedia. Quiso advertirla, pero las palabras de Luisa Franchini no sonaron muy tranquilizadoras:
—¿Y si aparece el señor un día? —le había preguntado Catalina poco antes.
—No te preocupes: llegado el caso, Carlo tiene armas para defenderse —había respondido la patrona. Además, estaba la coartada del trabajo: podía perfectamente decirse que el antiguo mucamo venía a convencer a su ex empleadora de que intercediera ante su marido para la reincorporación al puesto.
Con sus veintiocho años, Carlo Passera era apuesto como saben serlo los italianos: alto, delgado, con un fino bigote rubio y una tez blanca y lisa que protegía con un sombrero “de los llamados orión”.

V

El joven bajó del tranvía en Palermo. Su casa estaba desierta: hacía algunos meses que su esposa se había ido de allí. Mientras se quitaba el traje oscuro pensó que Nogueira nunca habría podido reconocerlo al escapar, si al verlo el policía por última vez Carlo todavía tenía puesta la ropa de Vittorio.
¿Cuestión estética? ¿Simple diversión? ¿Deseos de ocupar su lugar? Por alguna razón, en sus encuentros con Luisa el joven amante se ponía las prendas del gran Meano. Podía ser un juego tonto, es cierto, pero gracias a él había escapado de la persecución del agente Domingo Nogueira, que ahora estaba detenido, acusado de haberlo dejado huir. Claro que Passera no podía saberlo.
El otoño resplandecía esa tarde en la Plaza de Mayo. Era un buen lugar para reflexionar. Carlo permaneció un tiempo sentado en un banco, sin saber cómo continuar. ¿Convenía entregarse mansamente, o era mejor seguir prófugo e intentar escapar definitivamente? Necesitaba un consejo. De pronto recordó al doctor Torino y decidió que tenía que ir a verlo.
Caminó hasta la casa de su amigo; el abogado lo hizo pasar, y una vez a solas con él Carlo le confesó su crimen. Eran las cuatro. Horas más tarde, y avisado por el mismo doctor, el juez mandaba a buscar al asesino al edificio de Moreno 1670.

VI

Cuando llegó a la Comisaría 1a donde su esposo (al menos todavía legalmente) estaba incomunicado, la señora de Passera olvidó aquellos meses de separación y todo lo que hubiera podido llevarla a tomar esa decisión. Pidió verlo. Carlo estaba muy afligido; ella se acercó y lo abrazó largamente. Es posible que el hombre tuviera ganas de llorar y de saber algo sobre las niñas, pero no dijo nada. No derramó una sola lágrima, ella tampoco. Sólo sus rostros daban cuenta de la tristeza que sentían, y hasta los policías que custodiaban al criminal se conmovieron profundamente.
Si Carlo era inocente de haber matado a un hombre, la injusticia haría a su esposa estar de parte suya. Si en verdad había asesinado a su ex patrón, el autor del edificio que tanto la impresionaba al pasar frente a él rumbo al taller de costura de la calle Victoria, algún motivo debió haber tenido. Lo que no sabía era si estaba dispuesta a perdonarle la traición.
Sea como fuere, la costurera estuvo presente en la reconstrucción del crimen, y escuchó dolorida cómo cuatro centenares de personas agolpadas a su alrededor frente a la casa de Rodríguez Peña pedían a gritos la muerte de Carlo.

VII

Diez días más tarde le tomaban declaración a Luisa Franchini de Meano. La dama fue coherente con su imagen de amante esposa que había despedido a su marido con la ceremonia de rigor en el Cementerio del Norte. Dijo que Carlo Passera la visitaba algunas veces con intención de convencerlos de que lo volvieran a contratar y trabajar nuevamente para ellos.
La desmentían las cartas que habían secuestrado de la casa de Carlo: eran de su puño y letra y estaban escritas en italiano. Gran trabajo el de los investigadores, como los diarios no se cansaban de decir.
Unas semanas más tarde llegó al domicilio de Rodríguez Peña 30 una nueva carta que Luisa abrió con ansiedad y leyó con desgano: no era de Carlo. Traía el sello de la Municipalidad de Montevideo, y comunicaba al ingeniero Vittorio Meano que había resultado ganador del concurso para la edificación del Palacio Legislativo de la capital uruguaya.

Hasta aquí lo que consignan las crónicas. El fuego se ha tragado el expediente judicial: parece ser que en la época en que eran destruidos sólo se los conservaba si en ellos estaban implicadas personas “importantes”…  A juzgar por su destino, esa causa no lo era para el Poder Judicial argentino.
Muchas aristas de la historia del asesinato que impidió a Vittorio Meano concluir sus obras maestras, el Congreso y el Teatro Colón, permanecen en la oscuridad. La oscuridad que oculta de noche la verde cúpula de su Congreso. La que invade aun de día tantos rincones de su Teatro Colón.